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ines2012Por Inés Lépori
Su silenciosa y creciente infiltración en todos los aspectos de la vida actual

Mil diversas amarguras deambulan entre los hombres.
Repleta de males está la tierra y repleto el mar.
Las enfermedades, ya de día ya de noche, van y vienen a su capricho
entre los hombres, acarreando penas a los mortales en silencio,
puesto que el providente Zeus les negó el habla.
Y así no es posible en ninguna parte escapar a la voluntad de Zeus.
Solo tristes dolores quedarán para humanos mortales:
contra el mal no habrá defensa

Hesíodo (S. VIII AC)
Los Trabajos y los Días

El título de este ensayo parte de una afirmación: el mal existe. Aunque nos pese es así. Aunque nos pese y no obstante los cuidadosos esfuerzos que puedan hacerse para disimularlo o esconderlo bajo aparentes razonamientos pseudocientíficos, existe.

La palabra mecanismo utilizada en el título puede perfectamente ser reemplazada por misterio, ya que, aunque parezca una tontería, la  manera en que el mal actúa no deja de ser una incógnita para la mayoría de la humanidad.

No obstante su notable influencia sobre todas las cosas es imposible soslayar el hecho de que hoy muchos dudan de su existencia, otros lo niegan directamente y la mayoría prefiere buscar un chivo expiatorio cada vez que padece alguna de sus embestidas. 

El mal existe y esta certeza nos pone ante la obligación no sólo de reconocerlo sino también de combatirlo. El combate comienza con la consolidación y la firmeza de nuestros valores esenciales en un primer momento, para proyectarse después en la decisión de las acciones. Cualquier otro ejercicio que se emprenda con un sentido o un orden distinto al señalado será inocuo. O será nada más que una excusa nacida del temor o de la debilidad.

Esta obligación de reconocer y combatir el mal es ciertamente personal. Lo cual significa que cada individuo es originariamente responsable de ella y debe tomar conciencia del tema para poder dar los pasos que siguen: el reconocimiento primero, para iniciar inmediatamente después la lucha. Una lucha que durará tanto como la vida y que es necesaria para evitar caer en las trampas que el mal, en cada paso que damos, nos tiende.

Tal obligación que emerge como personal, como deber primordial de todo ser humano, asume también la forma de obligación o deber de la comunidad en su conjunto, por cuanto el hombre es un ser que necesita a sus semejantes para crecer y progresar, o lo que viene a ser lo mismo, para evolucionar. Es así que el ser humano edifica una sociedad en la cual crece, se desarrolla y luego la hereda a sus hijos. Y es esta sociedad la que debe reflejar en su conjunto aquel deber primario, sin que el mismo pierda por ello la calidad de personal y sin que cada hombre en particular quede desobligado.

Sin embargo, apenas se comienza a abordar un estudio sobre el tema, así se trate de un simple análisis de tipo superficial referido a cualquier grupo social moderno, puede constatarse que esta lucha es casi inexistente y que la corrupción o descomposición del edificio social es el denominador común en casi todos los aspectos de la vida. Esta afirmación es aplicable a los estudios que refieren a un país en vías de desarrollo, a alguno de los ya desarrollados o incluso a uno de los cuatro o cinco más poderosos del mundo.

LaS diversas sociedades a su vez, todas y cada una de ellas, se quejan de la pérdida de los valores y de la corrupción que ven y sufren a su alrededor, pero como no comprenden bien las causas ni los verdaderos alcances de la misma, se vuelven absolutamente incapaces de luchar en contra de ella. Por su parte, los gobiernos surgidos en el seno de cada una de estas sociedades, si bien hacen declaraciones de condena a la corrupción, a las mafias y a los poderosos intereses que cada vez les quitan más espacios de poder, muy pocas veces implementan medidas serias para llevar a cabo lo que declaran.

A nadie se le escapa que hoy, solamente unas pocas voces, aisladas y solitarias, expresan una auténtica y profunda sinceridad cuando hablan de este tema, pero a pesar de la fuerza espiritual que las anima, no logran ser escuchadas por los destinatarios del llamado.

Entonces, las preguntas que esta contradicción genera, son a todas luces obvias: ¿Por qué así? ¿Cuál es la razón de que esto suceda? ¿Cuál es el obstáculo que neutraliza una lucha supuestamente deseada por tantos? ¿Cómo se desata el nudo gordiano para salir del encierro?

Eugenio Siragusa, un ser de conciencia superior que a lo largo de la segunda mitad del Siglo XX consagró su vida para ayudar a la humanidad, afirmó una vez que entre los hombres hay demasiados corruptos, demasiados corruptores y demasiados corruptibles. Tal vez esa sea toda la verdad. A menudo la explicación más simple suele ser la acertada. Tal vez las proclamas, los discursos y las manifestaciones de buena voluntad humanas encaminadas a combatir la corrupción infiltrada en todas las capas sociales no sean más que eso, meras declaraciones sin ninguna intención de hacer que se vuelvan realidad.

Ahora bien, cualquier estudio que se quiera hacer de la corrupción, de sus causas, o incluso de la impunidad que encubre el accionar de sus agentes con un escudo de protección inabordable, escudo que a modo de un enorme paraguas la cobija y le permite prosperar, no puede prescindir del contexto en el cual el fenómeno se sitúa. Esta línea de pensamiento no es nueva y actualmente sustenta a casi todas las disciplinas que, en mayor o menor medida, se ocupan del tema. Ello así por cuanto ninguna institución puede ser interpretada fuera del argumento de las redes históricas, económicas y culturales que la enmarcan. En tal sentido, la teoría jurídica dio un paso importante cuando superó la ingenuidad de sostener que la corrupción puede ser analizada y corregida sólo desde el sistema legal.

Pero todas las investigaciones, aún las que más avanzan en este sentido, giran en torno de presupuestos de verdad que sustentan o configuran el respectivo discurso científico, eludiendo, de tal forma, el verdadero problema que permanece oculto en la raíz del fenómeno. Esta omisión de las causas primeras del objeto en estudio, encuentra su razón de ser en que el conocimiento científico o, para ser más específicos la ciencia positiva, ha construido toda su estructura sobre postulados neutros, rehuyendo así toda relación con el bien y el mal. Y en el caso, hablar de postulados neutros es lo mismo que decir postulados falsos o inexistentes. Tal vez ilusorios sea la palabra más exacta, porque la ciencia material se edificó sobre ilusiones de verdad, que acompañaron el desarrollo de la misma con las terribles consecuencias que hoy están a la vista de todos.

En este estudio preliminar y ligero del tema de la corrupción, lo que se trata de decir es que el gran problema que debe enfrentar la humanidad en estos días es la amenaza del mal. Y este no es un tema menor, porque el mal contiene un riesgo enorme, que con visos de fatalidad nos acecha con una eficacia cada vez mayor, porque actúa desde la raíz misma de las cosas y contamina todo el resto.

Cuando nos referimos al mal, es preciso aclarar que no lo hacemos con un sentido religioso ni moral, esto es, como una desviación de las leyes que informan dichas disciplinas. No, aquí el término es utilizado como una referencia del revelador número de tentaciones, de estímulos y de agresiones que agitan al ser humano y que crecen día a día de manera muy significativa. Estos estímulos generan un abanico de situaciones que actúan desde diferentes ángulos, pero que sumados conforman el mosaico en el cual quedan encerrados tanto el hombre como sus libertades. Este encierro actúa de una forma tan disimulada y sibilina que muchos de ellos no solamente niegan las circunstancias en que se encuentran, sino que pregonan los supuestos beneficios de las mismas.

Por otra parte, hay que reconocer las dificultades que se deben enfrentar si se intenta un examen sistematizado de dichos estímulos, y esto sucede porque no existen zonas o regiones en cualquier aspecto de la vida humana, que hoy estén libres o descontaminadas de la amenaza del mal. Por tal razón solo resta hablar de cada uno de los mencionados estímulos en particular, aclarándose desde ya que el análisis no es exhaustivo y muchos menos infalible. Es, más bien, una serie de reflexiones por escrito, las que refieren solamente a aquellas tentaciones que se han considerado más relevantes.

El estilo de vida. La vida moderna no se hizo mejor ni más civilizada que las anteriores, y los índices de criminalidad aumentan en todas partes del mundo en proporciones alarmantes y dolorosas, porque cada vez es mayor la cantidad de jóvenes y niños que participan en ella. Las últimas generaciones deben enfrentarse a toda una novedosa gama de provocaciones, de incitaciones al mal, que avanzan sobre el aspecto moral hasta sus cimientos, corrompiéndolos y destruyéndolos. Ante nuestros ojos se desarrolla lo que ha dado en llamarse la cultura de la muerte, que consiste en la desvalorización total del don de la vida. Esta desvalorización se manifiesta de muchas formas: el aborto, el suicidio, la eutanasia, las guerras, las bombas nucleares, la pobreza ocasionada por la injusticia, la violencia familiar, el abuso de los niños, el martirio y muchas más.

La pérdida del discernimiento. Al deterioro de la vida moderna debe sumarse el hecho de que el discernimiento parece haber abandonado a la inteligencia humana, a tal punto que muchos hombres carecen hoy día de los más elementales requisitos morales. Es así que, desde varias disciplinas, los autores han llegado a afirmar, que a partir del Siglo XX se ha desarrollado en la sociedad una debilidad de tipo colectivo que la inclina peligrosamente hacia el mal. Hoy vivimos una época fascinada con la supuesta grandeza y las posibilidades casi ilimitadas de la criatura humana. Pero también es una época en la que, debido a esa misma fascinación, primero se pierde el temor a Dios, después se lo relega a un lugar enteramente secundario y finalmente se lo olvida.

La relatividad de las conductas. La referida inclinación hacia el mal ha traído de la mano un hecho no menor, cual es la relatividad de casi todas las conductas humanas. Tan es así que hoy vemos como ciertas actitudes que antes eran consideradas deshonrosas, de esas para las cuales, llegado el momento de diferenciarlas, sólo existían el blanco o el negro, han pasado a formar parte de los más variados tonos de gris y en muchos casos directamente al blanco y a la categoría de perfectamente justificables. En esa condición tenemos el caso del engaño, de la traición, del prevaricato, del perjurio y del falso testimonio, entre muchas otras. A su vez el hombre es llevado a hacer lo que hacen los demás, cuando lo hacen los demás y porque lo hacen los  demás. El de hoy es un hombre totalmente despersonalizado, carente de vida, de plenitud, de interioridad, sin identidad propia, masificado. Un hombre empobrecido desde todo punto de vista.

El olvido. El olvido de los males pasados o padecidos también parece ser un denominador común en la humanidad actual, la cual, por dar solamente dos ejemplos, ya dejó atrás los espantosos crímenes de las dos grandes guerras mundiales, a pesar de las incontables evidencias de los horrores cometidos en ellas. Y no importa que hechos similares se hayan seguido produciendo, como son los casos de Corea, Vietnam, Palestina, los Balcanes o cualquiera de las sufrientes naciones del África, estos fueron olvidados con igual o mayor rapidez. Lo verdaderamente triste es comprobar que este olvido tiene su origen en la indolencia, en el desinterés o en la indiferencia por lo que sucede a nuestro alrededor.

Los conflictos. Los conflictos de todo tipo, entre los que se encuentran principalmente los conflictos armados, fueron aumentando en los últimos cien años a lo largo y a lo ancho de todo el planeta, con consecuencias desgarradoras para los pueblos que los padecen. La globalización instituyó el conflicto armado permanente con su inexcusable secuela de injusticias, de desplazados y de apátridas que nadie menciona ni tiene en cuenta. Tampoco nadie, o casi nadie, se pregunta el por qué de su permanencia o su reemplazo por otro conflicto, ni cuáles son los intereses que los mantienen vivos. El hombre, orgulloso de sus conquistas y de su poder sobre la materia y sobre la vida, se ha olvidado del espíritu. Convierte a las cosas en su dios, se convierte en dios de sí mismo y con esta conducta pretende ocupar el lugar de Dios. Es curioso ver como la gente primero se olvida de Dios y luego se pregunta por qué el mundo está en proceso de destrucción. Y por qué su mundo que creía perfecto, sus posesiones, su honor, su hogar, su salud o el bienestar de su familia, se ven repentinamente amenazados por la pérdida de un ser querido, un accidente que lo dejó lisiado, un incendio que arrasó con sus sueños, la pérdida del trabajo, o hechos similares. Es entonces cuando nace en el corazón del afectado un resentimiento oscuro contra el destino, contra el absurdo, en definitiva contra la providencia, contra la mano de Dios. Es así que aquel que empezó olvidándose de Dios, terminan culpando a Dios por todo lo que pasa en el mundo.

El doble discurso. Este tipo de deshonestidad, la que instituye el perverso mecanismo del doble discurso desde el Estado, desde la ciencia y desde los medios de comunicación, es de uso tan común, que nadie se inquieta por ello y a veces parece que nadie la percibe. Estamos viviendo un tiempo en el cual se habla mucho de los derechos del hombre, pero en el cual se perfeccionaron todas las formas conocidas de atentar contra su esencia. Y en este aspecto la memoria selectiva es fundamental, porque tiene a su cargo un rol principal. Un ejemplo de ello son los modernos métodos de tortura, que en los llamados países civilizados han alcanzado un grado de refinamiento que asusta. Pero como se pretende sostener que la tortura es algo que pertenece al pasado, no se habla de ella en tiempo presente. Actualmente, la mayoría de los estados modernos han suscripto tratados internacionales referidos a los derechos del individuo y a la condena de todos los métodos de tortura. A causa de esto se puede hablar libremente y sin censura de la que se utilizó en la Edad Media, por dar un ejemplo, pero no de la que se realiza a pocos metros del lugar donde vivimos.

El desplazamiento de la responsabilidad. Cuando los métodos degradantes, impropios de la condición humana ya no pueden ocultarse, se procede a desplazar el centro de la responsabilidad y se los muestra o como una cuestión inherente a sujetos aislados que actúan de forma díscola e independiente. En otros casos, se los describe como algo que pertenece a algún país emergente y poco desarrollado. Y a veces también como una consecuencia lateral de hechos legítimos, con ciertos visos de inevitabilidad. Así, desplazado el verdadero centro, los crímenes de la segunda guerra mundial ya no pertenecen a Europa, sino a un hombre desequilibrado que el sistema, con las herramientas idóneas, logró neutralizar. Y las mujeres que aparecen muertas, violadas y mutiladas en los basurales de las ciudades de México, sacrificadas como víctimas rituales en los altares del culto a San la Muerte, no son una responsabilidad de todos, ni siquiera gubernamental o estatal, sino una consecuencia inevitable del narcotráfico y las inclinaciones religiosas del mismo. Y así podríamos seguir enumerando incontables ejemplos más.

La sugestión colectiva. La tortura física, método tradicional por excelencia que fue usado para destruir el temple del hombre con los más variados propósitos, hoy ha perdido su lugar privilegiado ante otros procedimientos mucho más novedosos que sirven igualmente para el mismo propósito: aniquilar la personalidad individual. En estos nuevos sistemas de persecución se pueden usar todo tipo de tormentos físicos y morales, como también otros métodos, mucho más sutiles. Estos métodos sutiles son utilizados por los medios de comunicación masivos, como el cine, la radio, la televisión, los periódicos y las revistas, que obtienen el mismo efecto de una forma más simple y elegante. Como resultado de este proceder se obtiene la manipulación y la uniformidad del ser humano. La propaganda y la publicidad con sus anuncios muestran verdades a medias, mentiras y sugestiones para dirigir a las masas de la manera deseada. Presentadas bajo la forma de noticias y encubiertas por una apariencia de seriedad y de verdad, las más grandes mentiras se exponen a diario a consideración del público, quien las acepta pacíficamente y además, se considera informado. Cuando los hechos no convienen a los intereses del mal, de inmediato aparece un técnico o especialista que explica a las masas por qué los hechos o sus efectos no son lo que parecen o deberían ser.

La masificación. Los métodos del mal, utilizados por los gobiernos y los partidos políticos, conducen inevitablemente a la despersonalización del individuo, el cual al paso del tiempo empieza a aceptar su reducción a una determinada categoría como algo natural y hasta positivo. Así, por ejemplo, en lugar de seres humanos con derechos perfectamente claros y delimitados, hoy se habla con toda naturalidad de consumidores, un grupo numeroso e impreciso de personas con derechos más que dudosos, por mencionar solamente a uno de los supuestos más comunes en este tema.

La libertad. Algo parecido sucede con la libertad, de la cual hoy día se habla tanto y a la que se ubica por encima de todo, pero cuya falta se pone en evidencia ni bien se pretenden utilizar algunas de las prerrogativas que la misma supuestamente concede. A tal punto se ha llegado, que las personas que quieren luchar por la libertad en cualquier ámbito de la vida social, política, artística, científica o jurídica, y que no se muestran dispuestos a desistir de su individualidad o idiosincrasia, se convierten en enemigos de los aparatos del poder en todo el mundo y son silenciadas y a veces hasta eliminadas de manera brutal. Dichos aparatos del poder se camuflan y se esconden detrás de las instituciones administrativas del Estado moderno, con lo cual se convierten en invulnerables y solo caen si una lucha interna los derroca.

Los reclamos sociales. Las protestas sociales, aún cuando buscan fortalecer sus justas demandas, muchas veces se dejan arrastrar por una irracional y destructiva conducta, aportando de tal forma un nuevo matiz a la escalada del mal que las infiltra con el objeto de manejarlas y destruirlas. Es el poder mismo el que muchas veces utiliza a los individuos que tienen reclamos justos, para hacerlos derivar en acciones que echan por tierra la justicia intrínseca de los mismos. Precisamente aquí se demuestra que no siempre alcanza con tener razón. Aún hoy falta comprender que aunque se guarden altos ideales y propósitos altruistas, si no se consigue realizarlos de una forma apropiada a las condiciones humanas, se termina actuando en forma destructiva. 

La ideología. Es este un punto esencial y sumamente neurálgico, porque es a través de las ideas que el hombre evoluciona a lo largo de la historia. No obstante, el tema de los ideales es muy particular, por cuanto primero es necesario esclarecer quién es el que tiene las ideas, o por decirlo de otra forma, qué relación existe entre éstas y la totalidad del individuo que las expresa. Las ideas neutras o indiferentes no existen. Aunque en un principio emerjan aparentemente vacías de valores morales, no demoran en cargarse de fuerzas que se inclinan hacia el bien o hacia el mal, y en la actualidad se inclinan generalmente hacia este último. Las ideas regidas por pensamientos de tipo analítico o intelectual son capaces de adquirir un impulso impresionante y, sin la guía apropiada, caminan hacia el abismo y a su paso arrastran a toda una generación. Un claro ejemplo de ello lo encontramos en el campo de los inventos y de los descubrimientos técnicos, muchos de cuyos procesos han concluido en el perfeccionamiento de las armas de destrucción masiva que hoy, como espadas de Damocles, penden sobre la humanidad.

La objetivación del mal. Serias reflexiones merecen ciertas formas en las que el mal se manifiesta en estos días, aparentemente desligadas del ser humano. Este aspecto impersonal se ha objetivado bajo la forma de instituciones y también de condiciones sociales, industriales, técnicas y otras de características similares. Esta creación humana primero se eleva sobre la sociedad en su conjunto, bajo la forma de autoridad o atribución, para luego caer con fuerza sobre ella bajo la forma de injusticias gratuitas de las que nadie se hace responsable. Ante ellas nadie parece poseer la capacidad de repararlas. Hoy cualquiera puede ser víctima de los engranajes institucionales, burocráticos o policiales. Cualquiera puede encontrarse en una situación sin salida y sin poder responsabilizar a ningún funcionario de los hechos padecidos. Algunos de estos casos han sido reflejados y denunciados en célebres obras de la literatura, pero este reflejo no alcanzó para modificar el estado de cosas, al contrario, esta forma fría del mal institucionalizado avanza cada vez más sobre los hombres, como una amenaza neutral y objetiva.

Las normas legales. Aquí el ingenio del mal alcanza alturas insospechadas, cuando utiliza a una de las más refinadas formas del mal impersonal. Esa forma es la que encontramos en los estatutos o reglamentos que organizan las instituciones del Estado moderno, donde lo engañoso es el carácter aparentemente inofensivo de los principios que aplica, los que, por su origen son perfectamente legítimos, ya que han sido consagrados en las normas jurídicas del mismo. No es fácil advertir la trampa, por cuanto la misma se compone de una serie de exigencias correctas, establecidas a favor de la administración, de los empleados de la misma o de los administrados, y están dirigidas a salvaguardar la vida, la salud, la rapidez, la seguridad, o algún otro bien o valor inobjetable de los sujetos comprendidos en la referida reglamentación. Las mencionadas exigencias son tantas que solamente se puede demostrar su eficacia poniéndolas en práctica. Y es allí donde, necesariamente, deben dejar de aplicarse, para que el sistema funcione. Entonces, por perfecto que sea el funcionamiento de una entidad, de una oficina pública o de un servicio público, el regreso a la aplicación estricta y rigurosa de aquellas normas dictadas para lograr la excelencia, es suficiente para paralizarla por completo. Allí encuentran su origen las ya famosas medidas de fuerza o reclamos sindicales denominados a reglamento, en los cuales los trabajadores se limitan a aplicar de manera correcta las normas de la institución. Así se llega al absurdo de saber que la forma más rápida para paralizar por completo los servicios del Estado es aplicar correctamente los estatutos que los gobiernan.  Del mismo modo otras actividades también han sido comprendidas por esta forma impersonal del mal, que ha convertido muchas veces a la caridad en destrucción, a los servicios sociales en intolerancia, a la asistencia médica en intromisión peligrosa, a la intervención policial en brutalidad y al esclarecimiento de la verdad en injusticia.

Los asesinos modernos. En forma paralela a estas expresiones de un mal impersonal se ha dado el curioso fenómeno de la objetivación del mal tradicional, que siempre operó de manera individual, desde la esfera de actuación de los seres humanos. Fue así que a partir de la Segunda Guerra Mundial apareció y se consolidó en todas las naciones los llamados asesinos de escritorio, individuos que sin ensuciarse las manos, a diario firman la orden de eliminar a miles de personas. Y del escritorio se pasó a la experimentación desapasionada, cual es el caso de muchos jóvenes que no motivan sus errores en fuertes exaltaciones, ni en pasiones políticas o religiosas, sino en cálculos despiadados o en dudosas experimentaciones, para saber, por ejemplo, qué se siente al matar a alguien.

Los problemas insolubles. Si se sigue avanzando en el análisis del denominado mal objetivo, se puede observar que en muchos lugares del planeta han concurrido circunstancias que acarrearon problemas insolubles. La sola mención de palabras como Vietnam, Oriente Medio, Palestina o Afganistán, hace que todo el mundo sepa de qué se está hablando. Dichas realidades, todas ellas con un grado de conflicto extremo en todo sentido, no parecen tener ninguna solución por vías pacíficas y, queda claro que cualquier intento de remediar estos núcleos de beligerancia permanente sólo va a provocar más violencia, más contienda y consecuentemente nuevas injusticias. Y más allá de cual haya sido el origen de un problema de este tipo, hay que reconocer que los mismos, una vez consolidados, se sustraen en gran parte a la autoridad humana. Cada uno de ellos cobra vida propia, se independiza y se consolida con una fuerza que lo lleva a avanzar por su propia inercia, neutralizando de tal forma a las intervenciones externas al punto que éstas últimas sólo causan más daño, aún aquellas guiadas por buenas intenciones. Lo cual lleva a concluir que el mal manifestado en forma de conflicto se ha institucionalizado y actúa por sí mismo, como una fuerza concreta y poderosa imposible de manejar para los gobiernos o mandos humanos.

El ritmo de la existencia. Los conocimientos logrados por el hombre en el siglo XX, los avances obtenidos en el campo de la ciencia y de la técnica, no fueron acompañados por los necesarios aspectos éticos y esta carencia amenaza con hundir al hombre en una salvaje y feroz crueldad moral que lo retrocede a la naturaleza animal que debió haber superado hace mucho. La adquisición del conocimiento trajo aparejado el comienzo de una nueva época, la de la ciencia y con ella los descubrimientos y los inventos. En esta una nueva etapa se pierde la natural protección que las respetables tradiciones de la religión y de las formas de la vida social le daban al ser humano. La civilización moderna, que en menos de cien años se extendió por la mayor parte del globo terráqueo, alteró profundamente la estructura de la existencia humana. El ritmo existencial que era determinado por el tranquilo andar de la naturaleza, es reemplazado en la nueva época por las leyes dictadas por el ferrocarril, el automóvil, el avión, el cine, la radio, la televisión, la astronáutica y la técnica de las computadoras, todas vinculadas a una forma de vida vertiginosa y descentrada. La industria y la vida económica se han convertido en factores decisivos de la existencia y la lucha por la misma se hace de año en año cada vez más dura. Los aparatos administrativos, técnicos, políticos, estatales y muchos más entretejen la vida con una cerrada red de leyes, reglamentos y órdenes, penetrando así en la esfera más íntima de todo individuo. La vida resulta cada vez más complicada, acuciante y agotadora. Nadie puede sustraerse a la larga a tales influencias que nos llegan por miles de canales diferentes. Con el remolino de la civilización aparecen tentaciones, peligros y posibilidades de extravío completamente nuevos.

El Siglo XX. La llegada del Siglo XX trajo consigo un aumento del mal con unas proporciones que nadie hubiera sido capaz de imaginar, sobre todo por la rapidez con la que se desarrolló. Comenzó con la primera guerra mundial que, si bien mostró aspectos aterradores, fue solo el preludio de la verdadera tragedia del mal, que se reveló con mayor magnitud a partir de la tercera década de dicho siglo. A partir de ese momento se consolidó en todo el mundo con tanto descaro y liviandad como no había sido visto hasta entonces. Es el mismo siglo XX que en otros aspectos se manifiesta sorprendente, porque aporta una importante ampliación del espacio de libertad humana y, a raíz de ello un mayor encuentro con el problema del mal, por cuanto ambos aspectos se hallan inseparablemente unidos. A mayor libertad, si no hay discernimiento y todo es relativo, mayores son las posibilidades de errar en la elección.

La energía nuclear. Entre las muchas manifestaciones del mal uso de la libertad, ninguna resulta tan clara como aquéllas que están relacionadas al descubrimiento y el uso de la energía nuclear. Así vemos como a una gran expansión del espacio de libertad humana se contrapone una abrumadora tentación. El hombre se aparta de los descubrimientos y las invenciones que le llegaban por el curso natural de la evolución para penetrar en un terreno que le estaba reservado sólo a Dios: la estructura interna de la materia y la energía incorporada en ella. Este hombre, que debería ser capaz de apreciar las dimensiones del abismo que el uso indebido de la energía atómica ha abierto a sus pies, permanece impasible mientras la muerte lo cerca inexorablemente.

La ciencia sin conciencia. Lo mismo que se dijo para la energía nuclear, cabría decir para otras ramas de la ciencia humana. Entre ella podemos mencionar a la biología y las múltiples posibilidades que resultan sus modernas investigaciones, entre los que se encuentran los experimentos de alteración en la estructura cromosómica humana, que está conduciendo al hombre a una degeneración irreversible. También la mal llamada conquista del espacio, con los logros obtenidos, ha supuesto una expansión considerable de la libertad humana. Es evidente que existe aquí, igualmente, la tentación del mal para fines militares, egoístas y dañosos para el planeta y todo el sistema solar. 

El conocimiento. La materia epistemológica y la ciencia en especial, que tienen ante sí el tema de lo verdadero, han adoptado una postura completamente neutra frente a aquella otra que se refiere al bien y al mal. Para la mayoría de los científicos sería inadmisible la posibilidad de mezclar ambos campos y llevar la cuestión del bien y del mal a las teorías y a los resultados científicos. La ciencia posee sus propias leyes, y las mismas pretenden estar absolutamente alejadas de la ética y la moral. La auténtica ciencia se presume objetiva y debe separarse en todo lo posible del hombre, perdiéndose de tal forma cualquier posibilidad de relacionar a la misma con el bien y el mal. Las consecuencias están a la vista de todos. Una observación puramente aritmética del cosmos destruye los impulsos ideales y morales del hombre; una ciencia genética basada solamente en lo físico y que no tenga en cuenta la naturaleza espiritual del hombre lleva en sí misma la semilla de lo inhumano. Cada abstracción implica una renuncia a la verdad, creando con ello un vacío espiritual que, a la larga, será invadido por el mal.

El dinero. Por último, pero no porque tenga una importancia menor sino todo lo contrario, queda por analizar el tema del dinero, cuestión que no es sencilla y que tiene raíces antiguas y profundas, con nudos difíciles de desatar. Uno de los más grandes escritores de la lengua española, Francisco de Quevedo, allá por el 1600 escribió su célebre letrilla satírica titulada Poderoso Caballero, es don Dinero, la cual no solamente no ha perdido actualidad sino que tampoco ha sido olvidada y aún hoy se enseña en las escuelas de habla castellana. Estos ejemplares versos, verdaderas joyas de la lengua española, comienzan diciendo: Madre, yo al oro me humillo, él es mi amante y mi amado. Hoy, nada ha cambiado. Para un estudio serio del tema del dinero, previamente habría que considerar y explicar el funcionamiento de las energías creativas y la manera en que la humanidad en su evolución las ha desnaturalizado, análisis que escapa a los propósitos de este breve trabajo. No obstante, es imposible eludir el hecho que hoy el hombre sabe que es esclavo del dinero pero no encuentra la forma de liberarse de esta esclavitud. Y si bien sabe que mientras el dinero siga circulando en la forma actual seguirá causando sufrimiento y provocando actos criminales, ansía cada vez más su posesión. El dinero está directamente involucrado en la situación catastrófica que hoy ahoga a esta civilización, pues la mayor parte del consumo de los recursos planetarios se efectúa en nombre del deseo humano, de la búsqueda de lo superfluo, y este mal uso de la energía monetaria es estimulado por el propio mecanismo administrador de los bienes. En la vida humana se implantó el uso excesivo y absurdo del dinero como algo correcto, algo hacia lo cual dirigir los esfuerzos, una forma de vida con la cual educar a las generaciones futuras. Y se llegó al punto de que se cometieran crímenes, con plena aprobación de las leyes y hasta de las doctrinas filosóficas y religiosas. Hoy es cada vez mayor el número de seres hambrientos, sin que los alimentos existentes lleguen, por ello, a ser distribuidos correctamente. Y esta situación se convirtió en algo normal, con el costo de tantas luchas que duraron siglos, según lo testimonia la historia de nuestra economía. Así como ningún punto del cuerpo humano puede vivir sin energía, ningún individuo que habita el planeta, debería quedar sin la energía material que necesita. En esta civilización extraviada que agoniza, se trabaja y se piensa en función de lo que se indica en un billete, en un cheque, en una letra de cambio, en un certificado bancario o en un papel semejante que no provee a ninguna necesidad real del hombre. El punto decisivo está en el hecho de que se dio al dinero un valor intrínseco, cuando en verdad no puede ser nada más que un mero símbolo de un bien material. Lo que vale para el hombre necesitado es el bien, no el dinero. Cuando en el Siglo XI se incrementa el comercio en Europa, surge una nueva categoría de actividad, la de los intermediarios, es decir, los que no producen ni consumen. Estos, según la conocida frase de Disraeli, estafaban por un lado y saqueaban por el otro. La idea actual de que la intermediación es lícita, refleja de un modo directo la cada vez más abierta actuación del mal sobre la faz de la Tierra. Como parte de ese dominio de las fuerzas del mal, que siempre presentaron al progreso material como la justificación para que hubiera desigualdad entre los hombres, surgieron los llamados cambistas, con lo cual se dio principio en el mundo, a un amplio campo de actividades improductivas. Con ellas aparecieron los préstamos y las deudas, y muy pronto comenzaron a circular papeles, hasta que negociar el propio dinero se convirtió en una profesión lucrativa y respetada. Con la aparición del dinero los negocios se volvieron más fáciles pero a partir de allí el deseo se desenfrenó y ya nada pudo contenerlo. Y este envilecimiento llegó también a los metales preciosos, entre los cuales tomamos al oro como paradigma de lo que afirmamos. La energía que está implícita en el oro es la fuerza electrónica luminosa que actúa en una octava inferior con relación a la del sol. El oro existe, en este planeta, como un impulso necesario para la vida. Su emanación natural es equilibrante, vivificante y purificadora. Pero como todo lo que da sustento a la vida, el oro no fue bien utilizado por el hombre. En primer lugar se lo extrajo sin consideraciones ni miramientos de la tierra, que necesita de su radiante vibración. Luego, se lo distribuyó injustamente, en forma escandalosamente desproporcionada. De tal modo, un metal que tenía una función específica y vital para los hombres y para el planeta, pasó a convertirse en un instrumento de destrucción en poder del mal.

Para finalizar, solo cabe hacer notar la extraordinaria vigencia de las palabras de Hesíodo, citadas al principio de este trabajo: 

Entonces será cuando,… abandonando la Tierra… Conciencia y Vergüenza subirán junto a la progenie de los Inmortales, huyendo de los hombres. Solo tristes dolores quedarán para humanos mortales: contra el mal no habrá defensa.

Inés Lépori
1 de Marzo de 2016