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VIAJE ENTRE GUERREROS-NIÑOS DEL CONGO. QUE AHORA COMBATEN LA BATALLA MAS IMPORTANTE: LA DE CONQUISTAR UN FUTURO NORMAL
Bienvenu Kakulé sabe como torturar a un hombre con un cuchillo. Sabe cómo hacerlo sufrir por largo tiempo, pinchándolo en el vientre y en la cabeza sin hundir el filo, antes de terminar con su vida con un corte en la garganta. Pero Bienvenu no sabe leer. No tiene un trabajo ni una casa. Ya ni siquiera tiene una familia. Con 17 años este ex niño soldado, o ex kadogo, neologismo local que indica "una pequeña cosa, sin importancia", querría regresar a su pupitre de la escuela. “Fui reclutado cuando tenía 9 años y a los diez ya había matado a mi primer prisionero: nuestro comandante nos dejaba a nosotros  los rehenes, porque decía que los niños no tienen piedad”, cuenta Bienvenu.
Fueron tomados por la fuerza, obligados a aprender a combatir, incitados a matar y a torturar. Los “kadogo”, los niño-soldado del Congo son el rostro más feroz de las guerras que ensangrientan el continente. Pero ahora hay alguien que trata de devolverlos a la normalidad.
El Centro Madre Misericordia de Kamituga alberga una decena de sobrevivientes adolescentes. Ayudarlos es difícil: cuando dejan las armas no tienen un trabajo, ni una casa, ni una familia.
También se los encuentra en el ejército regular, que sin embargo tendría que prohibir el enrolamiento.
Se calcula que más que la mitad de los efectivos de los bandos rebeldes está compuesta por menores.
Lo encontramos en el Centro Madre Misericordia de Kamituga, doscientos kilómetros al Sur del lago Kivu, en el corazón de la que una vez era una gran jungla de montaña y que la desforestación y la erosión han convertido en una interminable serie de colinas calvas. El Centro ha sido reestructurado hace poco por la cooperación italiana, que ahora provee de fármacos, camillas ginecológicas, mosquiteros, libros escolares y dinero para comprar comida. Aquí de hecho, además de los ex kadogo, son escuchados, diagnosticados, aconsejados, hospedados y nutridos, enfermos de Sida, mujeres violadas, viudas de guerra y un centenar de huérfanos. «Pero son justamente los ex niño-soldado los más difíciles de ayudar porque la gente todavía tiene miedo de ellos y nadie quiere asumirlos», dice Fabrizio Falcone de la oficina de Cooperación de Goma.
Bienvenu ha sido alejado de las armas hace pocos meses gracias al accionar de Unicef. «Tratamos de recuperar a los chicos, negociando directamente con los rebeldes: desde 2005 hemos liberado a 34.000 y 2.953, solo desde el inicio del 2009», explica la neoyorkina Tasha Gill, especialista de la protección de los niños en el conflicto congolés. «En el país hemos abierto 17 centros para asistirlos y pagamos a 250 familias para su primera reinserción». Porque el sólo hecho de haberlos recuperado no es suficiente. Para evitar el riesgo un nuevo enrolamiento, es necesario seguir de cerca sus primeros pasos hacia la normalidad. «Muchos se recuperan, pero para otros es más difícil. Me refiero a aquellos que han sufrido más, que han asistido a la violación de personas queridas, o a los que les ha sido pedido asesinar a un padre o a una hermanita». Para ellos son necesarias terapias psicológicas, pero que a menudo no pueden seguir ya sea por falta de fármacos, ya sea por falta de personal especializado.
Bienvenu nos espera junto a una decena de sus compañeros de desgracia. Todos ellos fueron carne de cañón para las milicias involucradas en la guerra infinita, que desde 1996 en el Congo oriental ya ha producido 4 millones de muertos. Cuando combatían junto a los rebeldes han padecido todos el hambre, el cansancio, las enfermedades. Todos han violado, saqueado, asesinado. Esa infancia transcurrida entre marchas forzadas a través de la selva, ayunos y emboscadas han dejado cicatrices difíciles de sanar: dos de los diez ex kadogos del Centro de Kamituga tartamudean, tres tienen ticks nerviosos.
Sus historias son todas similares. Mukulutombo Kisimbi cuenta: «Cuando tenía 12 años mi pueblo fue rodeado por los rebeldes Mai Mai, quienes primero asesinaron a mi padre y luego prendieron fuego las casas. Fui obligado a seguirlos a la jungla. Me pegaron hasta que aprendí a combatir». Dice Christian Nyangi: «Tenía 8 años cuando me raptaron. Por mi edad pensaba que no me habrían hecho combatir. Me equivoqué. Me pusieron en primera línea. Fingía mendigar por las calles, apenas los enemigos me daban la espalda los atacaba». Dice Kilongo Lipanda  «Un día me negué a ir a saquear un pueblo y me golpearon. Luego fui obligado a unirme a los demás. En ese pueblo vivía mi familia».
¿Pero cuántos son los kadogo en el Congo oriental? Nadie lo sabe. Y nadie osa calcular las cifras. «Pero sabemos que las milicias continúan enrolándolos y re-enrolándolos a través de la violencia», explica Gill «También están aquellos que se enrolan voluntariamente, deslumbrados por la ilusión de dinero fácil, pero no superan el 20 por ciento». También se sabe que más de la mitad de los efectivos de las veinte milicias rebeldes del Congo oriental están compuestos por kadogos. Hay niños-soldado incluso en las Fuerzas Armadas de la República Democrática del Congo, de las regulares Fard, que en cambio tendría que impedir el enrolamiento de niños entre los rebeldes y que son acusados de ejecutar en los pueblos, las mismas correrías de la guerrilla, con la misma ferocidad. Falcone continúa «El problema es que el gobierno no tiene dinero para pagar ni siquiera a los propios soldados: hacen todas las atrocidades en contra de los civiles, luego se echan la culpa unos a otros». De los casi tres mil kadogo liberados el año pasado, solo 387 son niñas (las más jóvenes tienen 12 años). Para los soldados regulares o rebeldes que sean más que “combatientes”, estas son consideradas mujeres de todo hacer y por lo tanto destinadas a hacer la colada, a cocinar, satisfacer sus apetitos sexuales. Por lo tanto cuando una organización internacional logra identificar en una milicia su presencia, es muy difícil que sean liberadas. Ahora, según Felix Ackebo, jefe de sede de Unicef en Goma, la mayoría de las veces son las niñas mismas quienes se niegan a abandonar la guarnición de quien las ha esclavizado. Tienen miedo de la libertad, porque una vez que se han  convertido en “siervas” de la tropa, su pueblo y su familia se negarán a recibirlas nuevamente, ya que nadie querrá casarse con ellas. «Que los kadogo sean reclutados para combatir, para satisfacer los deseos sexuales de los jefes, que sean destinados a trabajos forzados en las mineras, o al transporte de las armas, a nosotros nos importa poco, se trata de violación de los derechos de la infancia», explica Ackebo.
Como explica Paolo Urbano de nuestra Cooperación en Kinshasa, en el Congo oriental hay una mezcla de problemáticas étnicas y de enormes intereses comerciales. Es como si el país fuese víctima de la propia riqueza. «El gobierno no tiene los medios para proteger ese territorio ambicionado por todos porque está lleno de maderas preciosas y minerales costosísimos. Cualquier empresa que desee explotar estos recursos debe pagar una especie de “impuesto” a quien controla militarmente la región. Por lo tanto las alianzas entre rebeldes se arman y desarman continuamente y cada bando tiene siempre necesidad de más hombres, de escoltas, de franco tiradores, centinelas y demás». Es decir, tiene necesidad de mano de obra barata armada. Es más, de baja mano de obra, porque ni siquiera se le paga. O de kadogo, que son justamente “una cosa pequeña” y que no cuestan nada. Basta solo con reclutarlos, o mejor dicho, secuestrarlos luego de haber depredado un pueblo.
Los testimonios de diez ex kadogo del Centro Madre Misericordiosa no son historias de niños-soldado, sino sobre todo de mártires-soldado. Continúa diciendo Bienvenu: «en la jungla no encontrábamos monos o serpientes a los que dispararles, nos obligaban a robar los animales de los pueblos... Un día me obligaron a comer carne de un militar asesinado. Si me hubiese negado me habrían matado, como habían hecho con otros niños».
Ahora Bienvenu está aprendiendo a leer. Desea terminar la educación primaria y algún día convertirse en agrónomo. El suyo es sólo un sueño, porque está desocupado y no tiene ni siquiera los pocos francos  necesarios para inscribirse en la escuela. Pero él lo espera igualmente. Después de todo en el transcurso de su corta vida ha afrontado situaciones muy difíciles.
PIETRO DEL RE
KAMITUGA (CONGO)
por nuestro enviado
LA REPUBBLICA 25 DE FEBRERO DE 2010