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dalcieloallaterra

 


HE ESCRITO EL 5 DE DICIEMBRE 2007:

ANNO DOMINI 2007
AFRICA – KINSHASA – CONGO – EX ZAIRE

UN NIÑO SONRIE, TIENE UN FUSIL EN LA MANO Y CONTESTA A LA PREGUNTA DE QUIEN LO ESTA INTERROGANDO: “MI NOMBRE ES VENDER DROGA Y MI PADRE ES UN DOLAR”.
TRISTEZA, DESILUSION, PENA, EMBARGAN MI SER, MI ESPIRITU, MI ALMA.
LAS POTENCIAS CELESTES HAN INTENTADO MUCHAS VECES CAMBIAR EL DESTINO DE ESTE PUEBLO PROFUNDAMENTE ESPIRITUAL, ALIVIAR SUS SUFRIMIENTOS, SALVAR A SUS NIÑOS DE UNA MUERTE CIERTA. PERO, LAMENTABLEMENTE, LOS POTENTES DEL MUNDO Y LOS GOBERNANTES CORRUPTOS DE ESTAS POBLACIONES, DEL CONGO EN PARTICULAR, HAN RESPONDIDO NEGATIVAMENTE A LA LLAMADA.
OS HABIAMOS ADVERTIDO, EN LOS AÑOS ’90, LOS AÑOS CUANDO HEMOS VISITADO VUESTRAS TIERRAS PARA LLEVAR AYUDA A LOS NIÑOS QUE LO NECESITABAN Y ACUSANDO EL PODER DE LOS DICTADORES, COMO MOBUTU SESE SEKO, QUE SI NO HABIA UNION ENTRE VOSOTROS, VUESTRO PAIS CAERIA EN LA DESESPERACION.
ESTA TIERRA HUBIERA PODIDO CAMBIAR EL MUNDO ENTERO, CON SUS GRANDES RIQUEZAS, ELIGIENDO SUS PROPIOS GOBERNANTES HONRADOS, JUSTOS, INCORRUPTIBLES E INCONDICIONABLES.
SI HUBIERAIS ACTUADO CON EL VALOR DEL AMOR CRISTICO, DE LA HUMILDAD Y DE LA JUSTICIA SU DESTINO HABRIA SIDO DISTINTO DEL QUE HOY ESTAMOS OBLIGADOS A VER.
OS HABIAMOS ADVERTIDO EN SU TIEMPO QUE SI TOMABAIS DECISIONES EQUIVOCADAS DEJANDOOS CONDICIONAR POR LOS FACILES ALICIENTES MATERIALES, LA CRISIS SERIA DIEZ VECES PEOR DE LA QUE YA HABIA. LAMENTABLEMENTE SE HA VERIFICADO LO QUE HABIAMOS PREANUNCIADO Y AHORA AFRICA, EL CONGO EX ZAIRE, YA ESTA EN PLENA APOCALIPSIS. UNA APOCALIPSIS QUE PRONTO IMPLICARA A TODO EL MUNDO Y LOS SIGNOS ESTAN A LA VISTA DE TODOS.
PEDIMOS PROFUNDAMENTE QUE NUESTROS HERMANOS ESPIRITUALES AFRICANOS PUEDAN PERMANECER FIRMES EN LA FE Y EN LA FUERZA, EN NO DEJARSE CORROMPER POR LOS ALICIENTES DEL MALIGNO, EN LA ESPERA DE LA SEGUNDA VENIDA DEL MESIAS JESUS-CRISTO SOBRE LA TIERRA QUE SALVARA LO SALVABLE.
LEED Y MEDITAD ATENTAMENTE EL REPORTAJE QUE ADJUNTAMOS.


GIORGIO BONGIOVANNIESTIGMATIZADO

MONTEVIDEO, 5 DE DICIEMBRE 2007

 

 

7 DE NOVIEMBRE 2007
Entre los millones de desesperados que luchan por la supervivencia en la República democrática del Congo, el país del oro.
En la ciudad maldita, corazón enfermo de Africa.
Las bandas de chicos se disparan entre sí riendo, como si jugaran a la guerra.
Al amanecer un ejército de pobres avanza entre montañas de basura.
Si no fuera por los misioneros la catástrofe del país ya se habría consumado.
Aquí está el poder más corrupto del planeta. Y también las multinacionales saquean.

GIAMPAOLO VISETTI - KINSHASA
De nuestro enviado.
Para presenciar el despertar de la capital más devastada de Africa, es necesario conseguir una antorcha. Son las cuatro de la madrugada. A la luz de las estrellas ocho millones de desesperados avanzan silenciosamente, en procesión, entre montañas de basura, alcantarillas desbordadas por las carreteras. Deben encaminarse ahora. Es vital llegar al centro de Kinshasa antes de las ocho. Solo aquí, a orillas del Congo, más allá de la frontera invisible del campo de golf que divide a los condenados de los pocos elegidos, puede ser que arregles el día. Treinta kilómetros. Los habitantes de las inmensas bidonville(villas miseria) de Matete, Lemba, Limete, los recorren con una idea fija: encontrar comida.
Nadie, en los bajos fondos más pobres del mundo, posee más de una cosa. Un neumático para vender, una sartén para freir lo que encuentre, un hoyo para avisar a los automovilistas, un cepillo para cepillar el polvo de las chaquetas de los occidentales, una aguja para coser, un caldero de agua, un bolígrafo para alquilar. Si no llegas al centro, estás muerto. En otros lugares nadie tiene dinero.
Sucede a menudo, cuando la oscuridad llega a la altura de los árboles, que regresas a las chabolas con las manos vacías. Por este motivo en la ciudad-escándalo del país más rico del continente, reducida a un chabolismo terminal, vagan treinta mil niños abandonados y veinte mil chicos en situación de calle. A los doce años, prostitutas esqueléticas debido al Sida son ofrecidas por una papaya. Las madres quieren que las hijas rindan pronto. Cuando mueren por el parto, fuera de la entrada de los hospitales, ya no hay que darles las raciones de “fufú”, un empaste de harina de mandioca y de maiz,
No se envejece, pero ser pequeños es más peligroso. Moisés tiene cinco años, último de siete hermanos desnutridos. La malaria se ha llevado a dos en una semana. El padre no lo puede mantener. Lo ha acusado de ser brujo. Es una condena definitiva: todos te evitan. Pasa el tiempo inmóvil en el suelo de una misión, junto a otros 250 como él, definidos “diablos”. Fistón, en cambio, fue asesinado ayer. Tenía seis años y había tomado 4 dólares del tío. Ha escapado un mes, después ha vuelto a casa. No le han perdonado.
En las chabolas de Kingabuá, hundidas en el fango mezclado con excrementos, roban todos. Pero nunca se ha salvado nadie que haya sido descubierto. Además Cicibí, el microcéfalo. Hace tres años le echaron. Había comido también el día que no le tocaba. Se sentó debajo del mango grandioso que está cerca de la pista que viene del aeropuerto e indica la mitad del trayecto hasta el estadio. No se ha vuelto a mover de ahí, pero ha empezado a saludar a todos. Los pobres en marcha hacia el centro le han tomado simpatía, como si fuera la prueba extrema que en la República del Congo se puede resistir todavía.
Así, con los riñones ya destruídos por el alcohol de caña, sigue adelante.

En Kinshasa el poder es aún hoy el más corrupto del planeta. Joseph Kabila, 36 años, ha sucedido al padre, asesinado por un guardaespaldas. Elecciones milagrosas, financiadas por Estados Unidos y la UE (Unión Europea), proclamadas en regla. Las primeras en la historia nacional. El clan del presidente, ligado a los ruandeses del Este, ha perfecionado la “cleptocracia” (gobierno de ladrones) de Mobutu. El saqueo, incrementado por las multinacionales, gobiernos extranjeros y guerrillas en la región del Kivu, florece. Oro, diamantes, cobre, uranio, agua, petroleo, gas, madera: no queda ni un céntimo para la gente. Los occidentales se conmueven: “Una riqueza escandalosa”.
Pero fuera de la capital, o de Lumumbashi, no hay carreteras. Un territorio grande como Europa donde es imposible desplazarse. Se vive solo, como se sueña solo.
Recibe un sueldo el 20 % de la población: dos dólares al día. Los demás hacen trabajillos, o se enrolan en algún ejército. El Estado no provee de nada. Escuelas y hospitales son pagos. Pocos van. La pobreza es verdaderamente grandiosa. Nadie, además de los policías en los cruces, intenta ni siquiera pedir caridad. Ocho personas sobre cien son sero-positivas. Los contingentes internacionales, humanitarios o bélicos, contribuyen a la primacía.
Los abusos sexuales y las torturas se hacen en grupo. Son un modo para eliminar a las mujeres que no producen, o que pertenecen a tribus rivales. Más allá de la perifería de N’Djili millones de individuos viven amontonados ocasionalmente.
Chabolas de chapa de pocos metros, ocupadas por gente mayor, familias y más de 200 pueblos divididos por odios seculares.
También esta noche, en Matete, ha estallado el infierno. Las bandas de chicos que viven en la calle han luchado cuerpo a cuerpo. Se disparan a quemarropa, riendose, como si jugaran a la guerra. Blandin se había proporcionado un saco de harina blanca. Ha salido para buscar aceite de palma. Hoy, en la bahía de Ngaliema, habría puesto en exposición sus buñuelos. Han saqueado las chabolas. Desesperada, con las últimas monedas, ha ido donde Lomande. Es un hombre imponente. Su vientre desmadra como un río en crecida, más allá de las rodillas. Se viste como un payaso, pero vende en una TV todo tipo de milagros: sanaciones, éxito, amor, dinero. Mete un clavo en un muñeco de madera roja y promete que mañana Blandin recuperará su harina del cielo.
Es el guía espiritual de unas de las sectas más potentes. En Kinshasa, que se aferra a la esperanza de milagros, han sido censados miles. Ningún lugar cristianizado ha abierto jamás un supermercado de la fe como éste. También algunos ministros, después de la reunión de gobierno, visten atuendos de papagayo y reúnen muchedumbres oceánicas. La nación escapa de la guerra y del abandono, dividida entre Este y Oeste, entre seguidores de Kabila, Bemba y Nkunda. La ciudad, meta de todo tipo de negocios y símbolo de la anunciada reconstrucción financiada por China, dentro de ocho años pudiera contar con 25 millones de residentes.
El problema es que nada funciona, además de las epidemias, los sobornos y los tráficos ilegales. Ante todo hay que ser pacientes. Encontrar un coche, por ejemplo, no significa llegar a destino. El taxista tiene que encontrar una batería para encenderlo. Después la gasolina. Después un mecánico a bordo que, después de cada Km, aspire con la boca y eche fuera aire y gasolina del carburador. Cuando el motor cede, se nos cede a un motociclista. Son las diez y los conductores de motos entran en la ciudad en procesión. Tienen que elegir el jefe de ese día. El viaje no se reanuda antes de unas horas.
Mientras tanto el tráfico, que se parece a una exhibición de coches de época rotos, se ha bloqueado.
Así, intentando sacar algunas imágenes, se descubre como vive un pueblo que no se espera justicia, sino una existencia que se pueda afrontar. Para fotografiar basta un permiso. El empleado del barrio pretende cincuenta dólares. Es necesaria también una “foto de señalización congoleña”. El estudio está a tres kilómetros. Una patrulla bloquea el taxi, que aplica su tarifa propia. Una hora para revelar las fotos. Mientras se espera se compra el agua. Después el funcionario desaparece. Veinte dólares para el compañero, que encarga a un amigo para la fotocopia del permiso. Siete familias de Kinshasa, con sus familiares, pueden cenar gracias a un inútil, necesario pedazo de papel. Más difícil es volar. Una secuencia excesiva de aviones precipitados ha suspendido en la lista negra 49 pequeñas compañías locales. El País está paralizado. Despegan tres flotas, demasiado costosas para la gente común. No hay un horario. Cuando el viaje está completo, se señala el día de salida en la pantalla de una agencia. Esta dramática incertidumbre devasta el equilibrio de las personas. La precariedad de masa, el fatalismo resignado, el pesimismo, alimentan la voracidad del poder de turno y de los extranjeros que le pagan. Si no fuera por las ayudas humanitarias, monjas y misioneros extraordinarios, la fuerza de los voluntarios de las organizaciones no gubernamentales, la catástrofe del Congo se habría consumado.
Solo el abate Malu Malu se obstina en creer en el futuro. Como cabeza de la universidad, elegido por la sociedad civil, ha conseguido lo imposible. Hace un año organizó las presidenciales. La semana pasada ha obtenido de la ONU los fondos para preparar el primer voto regional. Es un hombre concreto.
Explica que la plaga de los niños abandonados, de los chicos en situación de calle, de las niñas vendidas, de las seropositivas violadas, de las fiebres implacables, de un pueblo sin esperanza, iniciará a sanar en un momento preciso: cuando los habitantes de las villas miseria en ruinas salgan de sus tugurios y, espontáneamente, se pongan a eliminar los cúmulos de bolsas de plástico utilizadas para el agua potable y que hoy obstruyen las calles y las alcantarillas. La limpieza empezando desde lo bajo será la señal de que la gente pretende la transparencia desde el alto.
Podría pasar una generación para esto. En el Grand Hotel de Kinshasa, mientras se espera, corte y cortesanos celebran la última liquidación del patrimonio nacional. Es viernes por la tarde, ofrecen a los ex-colonizadores europeos. Africanas elegantísimas emergen de la obscuridad, invadida por cientos de manos tendidas. En el salón se cae un trozo de techo. Se han roto algunas tuberías, cae agua enjabonada sobre los invitados. Hay un afiche en la pared: “Una gran nación, su gran hotel”. En la calle detrás, Idambito ya está trabajando. Expone durante la noche tumbas de piedra falsas, muy ligeras, y ataúdes cubiertos con moqueta de flores.

SABADO, 10 DE NOVIEMBRE 2007
A lo largo del río Congo, donde se cede la tierra a las multinacionales: así están destruyendo el corazón verde de Africa.

GIAMPAOLO VISETTI
de nuestro enviado MBANDAKA (República Democrática del Congo)
En IREBUE la tribú es obediente. Ve la barca, que se abre camino entre los bancos de arena del río Congo y se arrodilla bajo los troncos de afrormosia, inmensos y silenciosos.
Hombres, mujeres, ancianos: ningún negro se levanta sin el permiso de un blanco. Ahora esperan las órdenes del jefe de los leñadores. Acaban de vender la selva pluvial de sus antepasados, negra e impenetrada. Una maraña profunda, compacta, sin fin: el corazón de la región del Ecuador y del Bandundu. En cambio, tres sacos de sal, dos de azúcar, cuatro cajas de cerveza, veinte barras de jabón. Los hombres, con motosegadoras y camiones, sacuden hasta las tinieblas. El que derriba más troncos de “iroko” y “wengé”, a finales de año participa de un sorteo. Tercer premio: una casa de chapa. Segundo: una Mercedes, aunque no haya carreteras. Primero: unas vacaciones en Shangai. Nadie sabe de que se trata. Los que están destruyendo la selva primaria más grande de Africa, segunda después de la amazónica, reciben un dólar al día. En la familia se come a turno.
Bananas verdes cocidas, brugos y hojas de mandioca pisadas. Tres veces a la semana. Entre la hierba alta de dos metros, que esparce un olor acre selvático, están aislados los culpables del hambre.
Cuatro niños sin fuerzas por la malaria, con el vientre hinchado, duermen al aire pesado y caliente de lluvia. Acusados de brujería, exorcizan el maleficio sacrificándose al destino misterioso de la aldea. Las hermanas, hasta los diez años, sirven a los galeotos chinos. Los asesinos, a golpes de machete, descuentan la pena abriendo pistas de aterrizaje clandestinas. Por la noche se entretienen con una prostituta pequeña y aterrorizada por veinte centésimos. El agua del lago Ntomba, roja, desaparece detrás de un muro de hojas: la verde obscuridad parece tragársela antes de desaparecer bajo un vapor gris.
Era el lugar más intocable de la tierra, solitario como un sueño, invencible como el mal. Con montañas de madera en los bosques reducidos a llanuras de corteza y paja carbonizadas, se libra en el aire una señal mortal de rapacidad imbécil.
El saqueo de la cuenca del Congo, poco más pequeña que Europa, no es una catástrofe ignorada. Es una devastación oficial, planeada, autorizada, armada, denunciada y ocultada con el incienso de la caridad. Casi doscientos contratos estatales ceden 50 millones de hectáreas de selva virgen (dos veces Italia) a las multinacionales extranjeras o a testaferros. Los sobornos hacen del clan del presidente Kabila el grupo de poder más corrupto y millonario del planeta. El país es el más rico de recursos del mundo. La población sigue siendo la más desesperadamente pobre. Sobre 125 hectáreas de árboles, en los últimos dos años han sido derribados 21 millones (siete veces Bélgica).
La misma cantidad, según el Instituto para la conservación de la naturaleza, los han cortado los guerreros de Nkunda, hacia la frontera con Ruanda y Uganda, o las tribus compradas por empresas occidentales fantasma. Tres horas de piragua a lo largo del río Lomami, en las selvas que no tienen forma de Kisangani, revelan el escándalo que Europa, América y Asia disimulan que no ven. Aquí actúan chinos, indios, canadienses, belgas, portugueses y alemanes. Declaran que sacan dos plantas de ébano gris y mogano por hectárea, dando así trabajo a las aldeas. Sin embargo, después de atravesar un rápido de color de cuero, detrás de las “guareas” que protegen las últimas familias de chimpancés bonobo, la selva ya no existe. En una chabola está escrito “escuela”. En otra “hospital”. Están vacías, ahora son retretes. No hay un banco, un maestro, una cama, un médico. En vez de las indemnizaciones prometidas, cientos de tractores y de excavadoras con los neumáticos anchos como puentes. Cinco carreteras, que barrancos de fango se han tragado, descienden al río. Sobre las laderas, montañas de troncos negros, como una colada de lava en un océano azul de follaje. Miles de troncos de afrormosia, esencia amenazada de extinción, y de wengé, o de Miletia laurentii. Son maderas obscuras y bellas como una sombra, más duras que el diamante, impermeables, las únicas que no flotan.
La sabana, desgarrada en su espesor, se extiende más allá de la mirada. Una enorme muchedumbre de indígenas siega, derriba, quita la corteza, arrastra y carga. El rumor de los motores tapa incluso los ruidos de las plantas al caer, que sacuden el terreno.
Una selva grande como Polonia, rodeada por una jungla infinita, sin carreteras y aislada, es segada como una plantación de maíz.
El afluente del Congo está invadido por los caimanes, piróscafos y barcas, semi hundidas bajo el peso de las montañas de madera.
Dos semanas de navegación hasta el puerto fluvial de Matadi, antes de llegar al Atlántico. Setenta días, hasta cuando se construya el puerto off-shore en Banana, cuando los embarcaderos sean pisados por pies occidentales. Milicias armadas, en las fronteras de las áreas a talar, rechazan a los extraños a golpes de ametralladora. Basta una cámara fotográfica para desencadenar una ráfaga. Un niño sonríe apuntando un fusil: ¿Cómo me llamo?” Mi nombre es aquel que vende droga. Mi padre es un dólar”.
Nadie conoce las cifras del desastre ambiental en el Congo. Todos dan cifras incalculables, pero distintas. Pero el shock, desde hace un mes, está escrito en los contratos. El gobierno chino, ignorando los planes intermedios del poder, ha conquistado al joven presidente que les gustaba a los norteamericanos, Unión Europea y al Banco Mundial.
Quince mil millones de dólares en carreteras, puentes, ferrovías. A cambio de ello petróleo, metales, uranio, oro, diamantes, coltán, el polvo del cobalto y la tantalite (tantalio) de la que depende la civilización telefónica. Pero sobretodo selvas poderosas que tomar en bruto para transformarlas en Oriente. Para Kinshasa, donde el presupuesto de Vodacom supera el del Estado, se trata de una ocasión de no perder.
Cemento en cambio de madera, el contrato del siglo. Ninguna vergüenza por la libertad y el respeto de los derechos humanos, ningún control en bosques y mineras. Ningún giro burocrático de contactos, descuidos fiscales que se pueden depositar en Suiza. El resultado, además de los tres consejeros presidenciales envenenados y desaparecidos misteriosamente, es Mukongo. El jefe de la aldea de Bokote, a orillas del río Lomela, un campesino. Una deformación profesional. Esta noche confía sus observaciones al Consejo de la tribu. Se siente trastornado por los planes de tala forestal por parte de una empresa india, financiada por chinos. Los sabios se sientan en círculo.
Escuchan vacilando sentados sobre motos japonesas que “la compañía” les ha regalado. Al Norte del parque de la Salonga, dice Mukongo, la estación de las lluvias ha llegado con un mes de retraso. La humedad desde hace tres años, ha desaparecido. Las lluvias, más breves y violentas, fluyen sobre el terreno endurecido y sin vegetación. En una semana veinte personas se han muerto. Las habitaciones, de barro, se han deshecho en el fango.
La selva pluvial, hinchada de linfa, ya no se regenera. Los elefantes ya no encuentran hierba. Devoran espigas y devastan campos de alubias. En nueve meses, para dar de comer a los leñadores y a las poblaciones de alrededor han sido matados 800 hipopótamos. El agua de los torrentes, la única que tenemos, ya no es potable. La leña para cocinar se ha terminado. Estando expuestas al sol sin piedad del Ecuador hay que trasladar las cabañas. El problema es que el territorio selvático ya no pertenece a los pigmeos Twa. Ahora pertenece a quien intercambia viejos modelos Suzuki con extensiones de árboles de tek, antiguos como el odio. Una decisión difícil: emigran lejos, buscando otras selvas, a robar la jungla a las tribus vecinas, o a enrolarse en la guerrilla del Este, en el Norte Kivu. El consejo de Bokote termina cuando los grillos ya han terminado de contar las estrellas. Mañana las familias se pondrán en camino. No había sucedido ni siquiera bajo Mobutu o durante 45 años de guerras.
Durante el colonialismo belga, sobre estos ríos restañados, corría una sola palabra: avorio. Ha desaparecido junto a los colmillos. Ahora el oro es la madera. ¿Qué sucede si miles de millones de chinos, indios, europeos y americanos, todos juntos y en el mismo momento tienen el dinero para poner el parquet en los suelos y para comprar muebles macizos? Más de un millón de km cuadrados de selva intacta se transforman, de que eran “patrimonio de la humanidad”, en recurso “para el desarrollo”. Las guerras étnicas de 242 cepos para cubrir los intereses económicos de unas pocas familias degeneran. En el Virunga, en la frontera inexistente con Ruanda y Uganda, las masacres de rebeldes tutsi ya no tienen como objetivo derrocar a Kabila o favorecer el retorno de Bemba de Portugal, para reivindicar la independencia. Aquí se mata para dejar salir del asedio de Goma camiones de oro y de coltan, o para dejar pasar barcos de troncos sobre los lagos Kivu, Edoardo y Alberto, llenos de gas. De noche las pistas están iluminadas por columnas de camiones con remolque cargados de armas. El mercado de un sangriento, invisible conflicto civil.
Multinacionales y gobiernos extranjeros mantienen las milicias ruandesas del general Nkunda, escondido en Masisi y buscado por crímenes de guerra. Sostienen la misión de paz de la ONU, pero arman Mai Mai y Hunde para controlar las articulaciones del contrabando. Los insurrectos acumulan capitales en Kenia, o en la República centroafricana. El poder de Kinshasa, que tiene su roca fuerte en el Este, se contenta con un porcentaje para limitar las incursiones de los helicópteros, las masacres de la población inocente. Es así que Ruanda es el primer exportador de coltan en el mundo sin que posea un grano de este mineral. O que Uganda sea el segundo vendedor de oro sin que jamás haya extraído una pepita. O que las dos naciones fronterizas juntas, caracterizadas por montañas ásperas y sabanas, abastezcan al Occidente más madera pluvial que todas las regiones ecuatoriales. Miles de millones de dólares ilegales sustraídos mientras en los campos de los desalojados 400.000 personas son segadas por hambre y malaria. El Congo se queda a menudo sin electricidad.
Solo los pobres recuerdan que tiene el 70 % del agua africana, suficiente para abastecer de energía a todo el continente.
Pero se impone una larga marcha, en un paraíso violado y aislado para acceder clandestinamente al infierno. Los 5109 metros del Ruwenzori brillan de hielo. El cráter humeante del Nyragongo enrojece una obscuridad lejana. La belleza conserva la espantosa prepotencia de un origen. Más allá de las líneas de los enfrentamientos, la incursión global de la selva congoleña se hunde en el fracaso trágico de ambiciones personales criminales. Motema era una niña cuando encontró los gorilas en la montaña. En julio recogió siete, torturados y crucificados vivos. En el Virunga quedan poco más de trescientos, divididos en una decena de manadas.
Nadie les protege de las batallas tribales a golpes de machete, de la caza furtiva por parte de grupos armados, por la sed de monopolio de los organizadores de safaris. Unas treinta víctimas, desde principios de año.
Comercio ilegal y necesidades de las guarniciones no perdonan las extensiones de bambú.
Una evaporación fresca y delicada vuelve a despertar ahora el follaje de los plátanos. Los mosquitos renuncian a chupar y pican. Una cuerda tendida, en el monte, señala un puesto de control de 5 mil rebeldes de Nkunda. Un campamento bélico, en la zona de reproducción de una especie en riesgo de extinción.
Las tiendas están vacías. Dentro de ellas, jaulas, recipientes de plástico amarillo, cuchillas de carnicería, botellas de vino de palma. Reina la limpieza, pero ocultos por estas telas están las patas de los chimpancés que se convierten en ceniceros, las cabezas trofeos, dientes y uñas para hacer collares. Los ejemplares jóvenes son vendidos a los zoológicos y a reservas privadas. Motema indica la ladera rapada del monte. No ha quedado de pie ni siquiera un árbol, ni un gorila. Los troncos, inmensos y numerados con barniz azul oscuro, llenan el fondo del valle. Las bestias se han escapado bajo las cimas, donde no encontrarán comida. El parque, oficialmente inaccesible, a este punto defiende su propia lucrativa agonía, que la guerra garantiza.
También en el Ituri, o en el Sud-Kivu, hasta el extremo Noreste de la Garamba, deforestación, conflictos y corrupción soplan ya en el viento la arena del desierto del Sahel. Los cultivos extensos de cereales, que la carrera a los combustibles ha sugerido, reducen las selvas pluviales. Sin la sombra y el agua que cae de los follajes, los ríos se secan. Las plantaciones arden. El fin de las extensiones de cacao, o de café. El precio ha tenido un bajón, las plantas son parásitos abandonados entre zarzas. Cada año la población hambrienta de 15.000 elefantes del Congo disminuye una tercera parte. En el 2003 los rinocerontes blancos eran 29. La caza de los chinos que hacen polvo el cuerno para extraer un afrodisíaco, les ha reducido en cuatro ejemplares. No existen más en la tierra. Los biólogos de Kinshasa los consideran extintos. Leopardos, “licaones”, chimpancés enanos y búfalos rojos han sido reducidos a reliquias para el zoo de la capital.
Detrás del mercado central, es un monumento al abandono y a la arrogancia de los potentes. Los animales, desnutridos, agonizan en jaulas oxidadas y remendadas. Son tan estrechas que parecen camisas cosidas encima a medida.
Asoman entre hierba y basura. Los ejemplares que han sobrevivido están pelados, inmóviles y flácidos. El olor es indestriptible, como un amor rechazado. A los guardianes no les pagan desde hace seis años, cuando mataron al primero de los Kabila. Desvían la comida hacia su propia casa.
Si nace un cachorro con buena salud termina en la hacienda presidencial del hijo, que se asoma sobre las rápidas del Congo y sobre el orden ostentado de Brazzaville. El cocodrilo del Tanganica, a quién el guardián voluntario ha pegado con un bastón para que saque las mandíbulas, está paralizado. Es el espejo del País, rehén de su cruel riqueza.
En Mbandaka, hace dos días, los franceses han cortado los treinta árboles más altos de la depresión ecuatorial. Un periódico, confundiéndola con una curiosidad, ha dado triunfalmente la noticia.
Las plantas, segadas por la mitad, están alineadas en dos barcas de cuarenta metros.
Brillan de sol y de rocío, como si fueran héroes derrotados. No se sabe como, pero centenares de personas se han encaminado desde las aldeas secretas para venir a ver y para despedirse. Idambito y su esposa Lubamba tocan los troncos marrones.
Arrancan astillas de la corteza, discuten. No dan importancia a las amenazas de un tailandés con chaqueta y sombrero. Es como si la muchedumbre no quisiera dejarles partir hacia el océano, llevándose con ellos el fracaso de su destino. Comprende que la selva pluvial del Congo, su mundo, está perdido. Los remolcadores del Estado, desde hace meses, han empezado de nuevo a dragar el fondo de los ríos. Anuncian la tala en masa, transportes de madera más rápidos y seguros.
La revisión de las concesiones estatales asegura lluvia de sobornos, la re-explosión de la guerra impune por poder en el Kivu. En el Bandundu se dice que de cada árbol depende la vida de cien indígenas. En las cabañas, por la noche, todas las familias intentan contar.
Detrás de los troncos de Mbandaka, testigos de la catástrofe de una cultura y de su irrepetible sistema vital. Termina la primera carretera asfaltada, un aeropuerto. Una manada de marabúes, tres grullas coronadas, les rozan y se pierden.
Motembabonga, pescador, sostiene que es la “Madre” que ha salido de la selva y les ha empujado hacia lo desconocido.

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