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 EDITORIAL
 12 de Enero, 2015

Las estadísticas internacionales siguen colocando a nuestro país entre las naciones más corruptas del planeta. De acuerdo a los datos, el Paraguay es el segundo país más corrupto de Latinoamérica y uno de los 25 más corruptos del mundo. Los datos que nos afectan son ciertamente deplorables, pero en absoluto sorprendentes: ya desde hace mucho tiempo el Paraguay tiene la mala fama bien ganada de ser un lugar donde el delito en el ejercicio de la función pública es moneda corriente.
Conste que el referido índice se funda en la opinión que los ciudadanos tienen sobre el sector público de sus respectivos países, de modo que son los propios paraguayos quienes están convencidos de que en el suyo campea la corrupción. Lo saben por experiencia propia. No se trata de que TI haya llegado a esa conclusión tras un minucioso estudio, sino de que nuestros mismos compatriotas creen que el soborno, la sobrefacturación, el nepotismo y la malversación están muy arraigados tanto en la administración nacional como en la departamental y en la municipal.

Se plantea entonces la pregunta: ¿Está la ciudadanía haciendo algo para combatir el mal, o se limita a aceptarlo con resignación, como si fuera un castigo divino? En verdad, hace falta que haga mucho más de lo que ha hecho hasta ahora para sanear el sector público. No abundan las iniciativas cívicas tendientes a limpiarlo de la podredumbre que lo afecta desde hace tantos años. Son más bien esporádicas. Acaso se crea –y no sin razón– que es imposible confiar ni en los fiscales ni en los jueces, pues también ellos tendrían las manos sucias.
En cuanto a la Contraloría General de la República, ¿es necesario decir que no es inmune a la corrupción? La respuesta a la pregunta de quién controla a los controladores solo puede ser que los propios ciudadanos, preocupados por el buen uso de su dinero. El ranking global de TI se basa en la opinión que en cada país se tiene del sector público. Ahora bien, este no actúa en el vacío, apartado de la sociedad. Más aún, hay delitos que los funcionarios pueden cometer solo gracias a la complicidad de los particulares.
Es obvio que el habitual soborno implica la intervención de una persona interesada en lograr un trato de favor a cambio de una dádiva, pero también suele ocurrir que se vea forzada a dar una “comisión” por un pago o servicio lícito. En el primer caso, el ciudadano es tan culpable como el funcionario, en tanto que el segundo colabora con la corrupción. Ya se contribuye con la depuración moral absteniéndose de entregar dinero por algo a lo que se tiene derecho, pero se contribuye aún más denunciando a quien exija un soborno. Nuestra administración pública no sería tan corrupta si no contara con la complicidad o la cobardía cívica de mucha gente del sector privado.
Es claro que la corrupción no solo daña la moral, sino también el nivel de vida de la población. Si faltan escuelas bien equipadas u hospitales con suficientes insumos o rutas transitables durante todo el año, es porque las malversaciones y sobrefacturaciones hacen que una buena parte del dinero público termine en bolsillos privados. La corrupción conspira contra el desarrollo socioeconómico sostenido, por lo tanto, la ciudadanía debe movilizarse contra los ladrones, tanto en nombre de la decencia como del progreso social. La corrupción es una lacra de la que los paraguayos debemos librarnos de una vez por todos y ello solo se logrará a través de la movilización popular.


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