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Refugiados rohinyá a su llegada a Bangladés tras cruzar el río Naf Credit Sergey Ponomarev para The New York Times

COX’S BAZAR, Bangladés — Cientos de mujeres estaban de pie en el río, obligadas a permanecer inmóviles a punta de pistola.

Un grupo de soldados se dirigió hacia una pequeña mujer joven con ojos castaños claros y pómulos suaves. Su nombre era Rajuma. El agua le llegaba al pecho y abrazaba a su bebé, mientras su aldea en Birmania se consumía en llamas a su espalda.

“Tú”, le dijeron los soldados, señalándola.

Ella se paralizó.

“¡Tú!”.

Abrazó a su bebé aún más fuerte.

Entonces, en un momento violento y confuso, los soldados golpearon a Rajuma en el rostro, le arrancaron de los brazos a su hijo que gritaba y lo arrojaron al fuego. Después la arrastraron al interior de una casa y la violaron en grupo.

Para el final del día, ella corría desnuda y cubierta de sangre a través del campo. Estaba sola; había perdido a su hijo, a su madre, a sus dos hermanas y a su hermano pequeño, todos asesinados frente a sus ojos, cuenta.

Rajuma, de 20 años, fue testigo de cómo soldados birmanos asesinaron a su bebé de 18 meses y a varios otros integrantes de su familia. Credit Sergey Ponomarev para The New York Times

Me contó su historia durante un viaje que hice hace poco a los campamentos, donde cientos de miles de rohinyás como ella han huido en busca de un lugar seguro. Su recuento perturbador de lo que pasó en su aldea a finales de agosto fue ratificado por decenas de sobrevivientes más, con quienes hablé largo y tendido, y por grupos defensores de los derechos humanos que reúnen evidencias de las atrocidades.

Los sobrevivientes cuentan que vieron a soldados del gobierno apuñalar bebés, decapitar niños, violar en multitud a las niñas, disparar granadas de 40 milímetros hacia las casas, prender fuego a familias enteras y reunir a docenas de hombres desarmados del pueblo para luego ejecutarlos en forma abrupta.

La mayoría de la violencia fue extremadamente brutal, íntima y personal, del tipo de violencia que es detonada por una larga historia de odio y resentimiento entre etnias.

“La gente se arrastraba a los pies de los soldados y suplicaba por sus vidas”, dijo Rajuma. “Pero no se detuvieron. Simplemente los pateaban y los mataban, apuñalaron gente, les dispararon, nos violaron, nos dejaron inconscientes”.

Un grupo de mujeres rohinyá en espera de la distribución de alimentos en el campamento de Tchainkali, en Bangladés Credit Sergey Ponomarev para The New York Times

Los investigadores de derechos humanos dijeron que los militares birmanos han matado a más de mil civiles en el estado de Rakáin, y que la cifra podría alcanzar los cinco mil, aunque sería difícil de comprobar porque Birmania no permite que las Naciones Unidas ni nadie más entre a las áreas afectadas.

Peter Bouckaert, un investigador veterano del Observatorio de Derechos Humanos, dijo que había evidencia clara de masacres organizadas, como aquella a la que sobrevivió Rajuma, en donde los soldados del gobierno asesinaron meticulosamente a más de 100 civiles en un solo lugar. Los llamó crímenes de lesa humanidad.

El 11 de octubre, la oficina de derechos humanos de la ONU dijo que las tropas del gobierno habían atacado “casas, campos, suministros de alimentos, cosechas, ganado e incluso árboles”, lo que hace “casi imposible” que los rohinyás regresen a casa.

El ejército birmano declaró que estaba respondiendo al ataque de milicianos rohinyás del 25 de agosto y que habían abierto fuego solamente contra los insurrectos. Sin embargo, de acuerdo con decenas de testigos, casi todas las personas asesinadas eran aldeanos desarmados y muchos tenían las manos atadas.

Imágenes satelitales dan cuenta de 288 aldeas, distantes entre sí, que han sido incendiadas. Algunas hasta el último palo.

Los grupos de derechos humanos señalaron que las tropas del gobierno tenían un objetivo: eliminar por completo a las comunidades rohinyás. La destrucción despiadada ha obligado a más de medio millón de personas a dirigirse a Bangladés durante las últimas semanas. Los funcionarios de las Naciones Unidas llamaron a la campaña en contra de los rohinyás un ejemplo claro de limpieza étnica.

Cientos de miles de rohinyá han dejado sus hogares y están en campamentos de refugiados en Bangladés, como este, llamado Balukhali. Credit Sergey Ponomarev para The New York Times

Rajuma apenas logró llegar a Bangladés. Escapó en un pequeño bote de madera hace algunas semanas. No sabe leer ni escribir. No tiene ningún documento como prueba de su identidad o de que ha nacido en Birmania. Esto puede ser un problema si solicita refugio oficial en Bangladés, que ha sido renuente a darlo, o incluso si intenta volver a casa en Birmania. Ella cree que tiene 20 años, pero podría pasar por alguien de 14 puesto que es extremadamente delgada, incluso parece que sus muñecas se pueden romper en cualquier momento.

Creció en una aldea arrocera llamada Tula Toli, en Rakáin, y dice que el lugar nunca ha estado en paz.

El cuerpo de una mujer rohinyá que se ahogó al cruzar de Birmania a Bangladés, el 28 de septiembre. Credit Sergey Ponomarev para The New York Times

Los dos principales grupos étnicos en su aldea, los budistas rakaines y los musulmanes rohinyás, eran como dos planos diseñados para no tocarse nunca. Seguían distintas religiones, hablaban lenguas diferentes, comían platillos distintos y siempre se tuvieron desconfianza.

Una comunidad de budistas vivía solo a unos minutos de la casa de Rajuma, pero nunca habló con ninguno de ellos.

“Nos odian”, dijo.

Azeem Ibrahim, un académico escocés que escribió un libro reciente sobre los rohinyás, explicó que gran parte de la hostilidad data de la Segunda Guerra Mundial y se debe a que los rohinyás pelearon junto a los británicos y muchos de los budistas en Rakáin apoyaron a los japoneses. Ambos bandos masacraron civiles. Una vez que ganaron los Aliados, los rohinyás esperaban poder independizarse o unirse a Pakistán del Este (hoy Bangladés), que también tiene una mayoría musulmana y es étnicamente similar a los rohinyás. Sin embargo, los británicos, ansiosos de apaciguar a la mayoría budista de Birmania, decretaron que las áreas rohinyás se volverían parte de la nueva Birmania independiente, lo que sentó las bases para que los rohinyás sufrieran décadas de discriminación.

En poco tiempo, los líderes birmanos comenzaron a quitarles derechos y a acusarlos por las deficiencias del país, declarando que los rohinyás eran inmigrantes ilegales de Bangladés que les habían robado buenas tierras.

“Año a año eran condenados”, dijo Ibrahim.

La persecución alimentó un nuevo movimiento militar rohinyá que, el 25 de agosto pasado, organizó ataques contra los puestos fronterizos.

Rohinyás durante el rezo matutino en una mezquita improvisada en el campamento de Noapara, en Cox's Bazar, Bangladés Credit Sergey Ponomarev para The New York Times

En cuanto a las tácticas utilizadas, las armas disparadas, el descaro de los asesinatos, las violaciones masivas y el nivel de organización militar, los recuentos de las diversas zonas rohinyás muestran una sintonía alarmante.

“Las historias de atrocidades son universales”, dijo Anthony Lake, el director ejecutivo de Unicef.

Lake señaló que estaba muy perturbado por lo que los niños rohinyás han estado dibujando en los campamentos: armas, incendios, machetes y gente en el piso a la que le brotan flujos rojos.

Los investigadores de derechos humanos dicen que las atrocidades más graves que han documentado se cometieron entre el 25 de agosto y el 1 de septiembre, el lapso inmediatamente posterior a los ataques de los militantes rohinyás. Muchos testigos describen cómo las tropas del gobierno mataban sin razón a cualquiera que pudieran agarrar.

Un dibujo de un niño rohinyá sobre sus experiencias al huir de Birmania Credit Sergey Ponomarev para The New York Times

En Tula Toli, Rajuma luchó lo más que pudo para aferrarse a su bebé, Muhammad Sadeque, de aproximadamente 18 meses de edad.

Pero un soldado le sujetó las manos, otro aprisionó su cuerpo y otro le dio un garrotazo en el rostro. Ahora, una cicatriz serpenteante atraviesa su quijada. Le arrancaron al niño y lo arrojaron; sus piernas pataleaban en el aire. “Tiraron a mi bebé al fuego, simplemente lo lanzaron”, dijo.

Rajuma dijo que entonces dos soldados la arrastraron al interior de una casa, desgarraron su velo y su vestido y la violaron. Dijo que sus dos hermanas también fueron violadas y asesinadas en el mismo cuarto, y que en el cuarto contiguo, su madre y su hermano de 10 años fueron fusilados.

Por un momento, Rajuma pensó que había muerto. Quedó inconsciente. Cuando despertó, los soldados se habían ido, pero la casa estaba en llamas.

Salió corriendo desnuda, pasó sobre los cuerpos sin vida de su familia, dejó atrás casas quemadas y se escondió en un bosque. Cayó la noche, pero no se durmió.

Por la mañana encontró una camiseta vieja, se la puso y siguió corriendo.

Una familia en el campamento de Balukhali Credit Sergey Ponomarev para The New York Times

Muchos en el campamento de refugiados se han mostrado extrañamente estoicos; al parecer están tan traumatizados que su capacidad de sentir quedó adormecida. Durante decenas de entrevistas con sobrevivientes que relataron cómo sus seres queridos fueron asesinados frente a ellos, no se asomó ni una lágrima.

Pero cuando llegó al final de su terrible historia, Rajuma se desmoronó. “No puedo explicar cuánto me duele ya no escuchar a mi hijo decirme Ma”, dijo, con las lágrimas corriendo sobre sus mejillas.

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Por Jeffrey Gettleman 13 de octubre de 2017

https://www.nytimes.com/es/2017/10/13/arrojaron-mi-bebe-al-fuego-las-atrocidades-contra-los-musulmanes-rohinya/